Texto tomado del periódico El espectador, domingo, 13 de marzo de 1994. Escrito por Sergio Otálora Montenegro
La casa está en tinieblas porque se fue la luz. Subimos al segundo piso y, en un amplio cuarto, están los títeres. Paparoti podría cantar horas enteras, pero está en reposo, colgado de un gancho; Agata es una seductora profesional y negociante de las bravas: comercia con ratones enlatados. Y hay más personajes, todos inertes, a la espera de la historia que los sacará del limbo. La oscuridad los vuelve patéticos a pesar de su comicidad. Es una morgue de juguete.
En ese salón están Iván Darío Álvarez y su hermano, César, el elenco estable, el alma de La Libélula Dorada, una rara alquimia de aventureros que se mezcló hace 18 años para continuar el sueño dorado, a veces secreto, de perpetuar la vida en el juego. “Los títeres son mi sombra y el día que me muera, que me entierren con ellos”, habla Iván Darío, en voz baja, como la de un monje acostumbrado a contemplar su propio espíritu, pero es que Iván Darío fue casi un monje, a los 15 años, porque vivió en un monasterio español del siglo X, San Pedro de Rocas, en Galicia, a 15 Kilómetros de Orense.
Estaba en trance: era el reto supremo de vivir la Gran aventura.
Así se llamaba el desafío máximo de los muchachos de Bemposta. Iván Darío había llegado a esa comunidad en busca de una vida libre, por eso lo dejó todo, su familia, el colegio, quería una existencia donde los jóvenes se autogobernaran sin ataduras. Primero fue en Tocancipá, donde Bemposta tenía sus “cuarteles generales”. Pero entre el ideal y la práctica existía una brecha inconmensurable: un día llegó el gallego, que además se convirtió en el alcalde de la comunidad, el hombre tenía el talante de tirano en medio de la presunta libertad. Iván Darío nunca pudo entender esa contradicción, pero se le presentó la oportunidad de probarse a fondo, y se fue a vivir, en los últimos estertores del franquismo, la Gran Aventura: de coronarla, sería uno de Bemposta, sin la menor duda.
Leían el evangelio, meditaban; un mes vivían con los mendigos; el otro con los presos; pero el siguiente trabajaban hombro a hombro con los obreros. “Era una forma de fundirse con la vida” recuerda Iván Darío. Pero algo bien adentro de su corazón no cuajaba; a él la muerte de su madre le enseño que ciertas cosas eran incontrolables. Desde ese momento, entendió que era muy difícil creer en un ser superior, además, cuando no estaba con la Biblia, devoraba a Nietzsche y a Marx: el ateísmo atravesaba sin remedio su espíritu.
Al confesarles esa verdad a los curas de Bemposta, en la supuesta comunidad de hombres libres, lo echaron: “el problema – le argumentaron – es que usted es un anarquista”. El golpe fue duro porque era apreciar, por primera vez, en un sitio que parecía más allá del bien y del mal, que no podía existir una ruptura radical entre lo que se hace y lo que se vive, entre los que mandan y los que obedecen.
“Cuando me dijeron que era un anarquista – dice Iván Darío – se iluminó una parte de mí que yo desconocía”.
Todo, menos espectadores
La primera etapa ya estaba quemada. El viaje inicial por encontrar dónde expresar su inconformidad, cogió un rumbo que ya había sido delineado antes de Bemposta, cuando su hermano César lo metió en el ambiente teatral, en esa época beligerante en la que los grupos montaban obras políticas que cuajaran como un relojito con los lineamientos políticos del partido. Pero le llamó la atención que el lenguaje escénico de ese entonces conectara a la gente con los problemas de la sociedad.
Después de ver una obra tras otra, de participar de las discusiones sobre Brecht o Grotowsky, encontró que el arte no debía estar al servicio de una organización, o de un líder o de un interés particular. Y descubrió lo esencial: no le importaba ser espectador sino actor, expresar toda esa corriente libertaria que le corría por el alma´, decir lo suyo sin obstáculos, y halló, siempre en compañía de César, su cómplice incondicional, el sitio preciso: el acto Latino, cuya sede era el Parque Nacional.
Los actores que conformaban ese grupo de teatro eran disidentes del vanguardismo, y a Iván Darío, un muchacho de 15 años, aún en el colegio, le pareció que ahí descubriría las claves reales de sus intuiciones. Una vez más las respuestas se le escapaban de las manos: a pesar de los intereses comunes, a los del Acto Latino, según la percepción de los Álvarez, los cubría un cierto arribismo intelectual, todo era fácil para ellos, estaban muy alejados del espíritu de sacrificio que aprendieron Iván Darío y César desde muy temprano, desde la muerte de sus padres.
Después de pasar dos años y medio de azares por Europa, de renunciar en definitiva a Bemposta por ser, en síntesis, una gran farsa, regresó a Colombia a reencontrarse con su hermano y probarse de nuevo en la búsqueda sin tregua por hallar el terreno firme donde pudiera expresar una fuerza interior que aún no estaba canalizada.
La clave: armar su propia historia
De pronto, en el Biombo Latino, apareció el hallazgo definitivo: los títeres, contar sus propias historias, descubrir que se podía vivir, con austeridad, del arte.
Cuando las cosas ya estuvieron en su punto, surgió la necesidad de armar algo propio: “Con mi hermano – cuenta Iván Darío – encontramos la metáfora de libertad en el nombre de La Libélula Dorada: un insecto de alas transparentes, que vuela contra la lógica y tiene muchos cambios”.
Los títeres eran una forma de comunicación para dos personas tímidas; la posibilidad de esconderse detrás de un teatrino y desdoblarse en un ser inerte.
Hay que tener muchas tripas para dedicarse a un oficio tan difícil y marginal
En esa época, 1976, se consideraban como el hermanito menor del teatro y, si estaban dedicados al público infantil, pues era el hermanito bobo.
¿Cómo te sientes, hoy día, en este mundo tan escéptico del arte?
Hay una deuda que no se puede cancelar con el pasado. Lo que asumí era lo que quería. En lugar de sentirme debilitado por las dificultades, ellas estimulan la imaginación. El arte es una tarea de solitarios y la sociedad puede que no necesite de los artistas, pero nosotros si necesitamos del arte, y para mí, las fronteras entre éste la vida, desaparecieron.
El vacío
Ya tienen una sede propia donde ensayan y trabajan con los muñecos, en un taller simple, de artesano. Es una casa vieja, cubierta de
enredaderas, fruto de mucho trabajo y un premio: el de la fundación Ángel Escobar. Pero por detrás de la fantasía, está la vida de verdad, la que muchas veces se le ha atravesado a Iván Darío de manera implacable: la violencia, sus amigos muertos o desaparecidos. Y también a veces la fatiga, pensar que no vale la pena lo que hace, que es un esfuerzo descomunal que tiene un eco mínimo.
Sin embargo, está en los ensayos de una nueva obra, e Iván Darío permanece en su Gran Aventura, “la lucha continua, a pesar de que mucha gente abandono sus ideas o ha cancelado su proyecto de vida”.
Te encontraste con un tirano en Bemposta, ¿Ahora, cuáles vuelven a ser los dictadores?
Esos tiranos son lo económico y lo político. Hay unos intelectuales arribistas que se acomodan en lo cultural y pueden obstruir proyectos. También se presenta una rapiña por los auxilios, las prebendas. O tenerle que limosnear a la empresa privada e hipotecar la libertad.
¿Cuál es el vació fuerte de tu vida?
Que no exista una comunidad anarquista. En estos momentos, hablar de la utopía es como hablar de la nostalgia: me ruboriza, cuando hay un abismo generacional, decir “en mi época la gente era más creativa, mejor los 60 que los 90” y utilizar una ideología de ancianato. Ahora, cuando ya ser de izquierda no es un refugio político para lograr aceptación, hay que empezar a crear.
Los libélulos, como los llama la gente, andan en eso: una nueva etapa, estar al servicio del público, “mantener la rebeldía viva”, como lo afirma Iván Darío, y seguir al pie de la letra el manifiesto que publicaron, en los setenta, para burlarse de la izquierda: las doce tesis acerca de la risa como motor de la historia.
Texto tomado del periódico El espectador, domingo, 13 de marzo de 1994.
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