Por Enrique Pulecio Mariño
Presentación
Para el Instituto Distrital de las Artes-Idartes es grato resaltar la incansable labor y destacada trayectoria de los creadores teatrales bogotanos, quienes, a través de los universos poéticos que construyen, nos permiten imaginar y sentir. Es por ello que nos complace entregar a los lectores la presente publicación: El vuelo de la libélula, 40 años de La Libélula Dorada, en la cual el autor, Enrique Pulecio Mariño, realiza un apasionante recorrido por la vida artística y personal de los grandes maestros César Santiago e Iván Darío Álvarez Escobar, creadores y artífices de la agrupación.
El grupo La Libélula Dorada es insignia del teatro de títeres en Bogotá y el país. Durante más de cuatro décadas de labor artística interrumpida, esta agrupación ha creado historias fantásticas y las ha contado a través de los magníficos muñecos que son elaborados y animados por el grupo, brindándole al público de todas las edades la posibilidad de sumergirse en el mágico mundo del teatro de títeres.
Además, La Libélula Dorada ha realizado diversos festivales de artes escénicas y ha contribuido con el desarrollo de procesos educativos en la ciudad. A su vez, el grupo ha mantenido abiertas las puertas de su sala, ubicada en la localidad de Teusaquillo de Bogotá, en donde acoge afectuosamente a una gran multiplicidad de artistas mientras sirve como escenario para la circulación de las más variadas propuestas estéticas.
Conmemorar los más de 40 años de existencia del teatro La Libélula Dorada a través de este libro, es ratificar tal fuerza creadora, reivindicando la vida y la libertad. Los invitamos a disfrutar este recorrido por la historia, las vivencias, la transformaciones, los sueños y las creaciones del teatro La Libélula Dorada.
Juliana Restrepo Tirado
Directora general
Instituto Distrital de las Artes-Idartes
Introducción
Si uno mira en perspectiva el largo camino recorrido por la compañía de títeres La Libélula Dorada - cuyo trazado sobrepasa ya los cuarenta años de actividades - Se encuentra con tal cantidad de historias, que parecía que se suceden atropelladamente, una tras las otras. Con cambio de rumbo y de circunstancias, con continuidades y rupturas, períodos de estabilidad e inestabilidad; con sus luchas a brazo partido, sus viajes y sus regresos, sus premios y reconocimientos, y, desde luego, con las búsquedas, crisis e incertidumbres, tan propias de cualquier prácticas artística, tejen, entre todas, una historia que se confunde con la de sus fundadores, los hermanos César Santiago e Iván Darío Álvarez. Pero como esta no ha sido la labor de unos artistas corrientes, los hermanos Álvarez, a la vez que han fortalecido su vínculo fraterno en torno a un proyecto estético, en él, y cada cual a su manera, se ha definido a sí mismo, tanto en su carácter personal como en el campo de la creación artística: César como partícipe escénico y líder administrativo, e Iván Darío, como responsable de la escritura y la dramaturgia. La institución que han formado - y a la que cuatro décadas de existencia - tiene una impronta característica que la diferencia de las demás de su género. Aunque se ha consolidado ya como un grupo estable, en su trayectoria se reconocen más los avatares, los azares y angustias de una aventura que la estabilidad tranquila y juiciosa de un grupo escénico establecido sobre bases sólidas.
En el nacimiento mismo de su historia, una vez definido su quehacer (que abarca desde la idea original, la escritura de las obras y la fabricación de los muñecos hasta la puesta en escena, la actuación y manipulación de los títeres), César Santiago e Iván Darío se jugaron el todo por el todo de su futuro individual en la apuesta por el espectáculo para niños. Semejante reto en un terreno tan poco cultivado en el país implicaba afrontar condiciones desconocidas. Si hoy ocupan el lugar al que han llegado se debe al empeño sin tregua, a la confianza en sí mismos, a la fortaleza con que han librado sus duras batallas, pero, sobre todo, a un trabajo artístico genuino, con características muy propias, basado en la creatividad y la fantasía puestas al servicio de la imaginación infantil, que es como el elixir secreto que
alienta la diversión, felicidad y belleza que llevan a la vida de los pequeños. Los niños que Iván Darío y César Santiago Álvarez fueron al lado de sus padres, y los padres que posteriormente han sido para sus hijos, les enseñaron, muy probablemente, que en esa facultad se encuentra el camino que lleva de regreso a la verdadera patria del hombre, que, según Rainer María Rilke, es su propia infancia. Allí está el origen de su creación.
Los padres
En los abuelos ya había resonado un llamado de la misteriosa atracción de la sangre. Por el lado paterno, los abuelos Santiago Álvarez y Ana Arbeláez vivián en El Banco, Magdalena. Los abuelos maternos, Elías Escobar y Dolores Escobar, provenían de Antioquia. El abuelo, Santiago Álvarez, fue un entusiasta hombre de empresa, propietario de una flota de transporte fluvial que prosperó hasta los años treinta cuando la crisis económica llevó a la quiebra a varias de las nacientes compañías del país. La inesperada situación lo condujo por el desvarío hasta que perdió la razón definitivamente. Su esposa, una mujer de fuerte carácter, oriunda de Rionegro, Antioquia, tomó la iniciativa y se echó sobre sus espaldas el futuro de la familia.
César Augusto Álvarez Arbeláez, uno de los cuatro hijos de Santiago y Ana, que había estudiado para maestro en la escuela normal, busca entonces, tras los rastros de la herencia, un nuevo comienzo, deja atrás su familia, su pueblo natal y llega a Frontino, Antioquia, la tierra de su madre. Allí conocerá a la que más tarde será su esposa, doña Ofelia Escobar, hija de un rico hombre de negocios de la región, Elías Escobar, a cuya muerte su herencia se convierte en motivo de disputa entre sus descendientes. Para ese momento, doña Ofelia ha dado a luz tres hijos, Rodrigo, Lucero y Octavio. Despojados de lo que legítimamente les pertenece y ante el futuro incierto en un pequeño pueblo como Frontino, doña Ofelia decide ampliar sus horizontes en Medellín. No obstante, como tantas familias, los Álvarez creen que el mejor porvenir está en la capital del país, la ciudad que aparentemente lo ofrece todo y donde, gracias a las oportunidades de trabajo y de estudio, pueden arraigarse nuevas esperanzas para un porvenir menos incierto.

En 1951 nace César Santiago en el barrio La Macarena de Bogotá. Seis años después, en vísperas de tener un nuevo hijo, doña Ofelia decide trasladarse a Medellín “porque no quería tener un bogotano más en la familia”. Allí nace Iván Darío. Después de una breve temporada en la capital antioqueña, la familia regresa a Bogotá. Sin embargo, al poco tiempo se tras lada a Puerto Boyacá, donde don César Augusto había recibido una buena oferta de trabajo en el sector petrolero. César Santiago tiene 11 años e Iván Darío, cinco. El nuevo ambiente, el clima hostil, de altas temperaturas y niveles de humedad que superan el 80 por ciento, hacen que la adaptación a un nuevo régimen de vida se haga extremadamente difícil. Entonces Iván Darío enferma de anemia aguda, lo que les indica de una vez por todas el camino de regreso a Bogotá, aunque el padre se queda aferrado a su trabajo. Esta vez el lugar de residencia de la madre con sus hijos será un pequeño pueblo cerca a Bogotá, Fontibón, al suroccidente de la ciudad. Allí los niños cursarán sus años de bachillerato.
Iván Darío los evoca de esta manera:
De ese paisaje pueblerino (...), recuerdo como imagen
nuestra casa cerca a la estación del tren. Ese ulular
mecedor es un sonido que ha quedado instalado en el
mundo de los recuerdos familiares y mis primeras lec-
turas placenteras. Me remito a ese momento porque
no he podido olvidar que en la calle principal de ese
pueblo, César, con apenas 10 u 11 años, sacaba un lar-
go banco de madera e instalaba una cuerda extendida
donde colocaba y luego alquilaba su más querida colec-
ción de cómics.
En lo que en aquella época era solo un pequeño pueblo, muy próximo a Bogotá, los hermanos Álvarez formarán su carácter, conocerán la disciplina y la indisciplina y oirán los primeros llamados de los misterios del arte y la literatura. Descubrirán que la música —con esas canciones populares que su padre interpretaba en reuniones informales con amigos y familiares— es solo un aspecto del arte que más adelante los llamaría. Guiados por su hermano mayor, Rodrigo, César e Iván Darío aprenden que en la música se expresa un mundo de sensaciones profundas tan diversas como nunca antes habían imaginado. Es probable que en esa época temprana se les hayan revelado las primeras sensaciones propias del arte que más tarde desarrollarían tan amplia y bellamente en el teatro.
Un tiempo después, César Augusto regresa a Bogotá para recomponer la vida familiar que había dejado debido a su trabajo. A los cinco hijos que hacían parte de la familia Álvarez Escobar, aún les faltaba un miembro más. Tras el nacimiento de la última de las hijas, Elizabeth, doña Ofelia abandona el mundo dejando al padre con la difícil tarea de sostener y orientar la numerosa familia.
César Santiago tenía 15 años e Iván Darío, nueve, cuando el trabajo como contador de la Texas Petroleum Company llevó a don César Augusto de nuevo a Puerto Boyacá. Alejado de nuevo de la familia, el padre “encontró refugio en elíxires festivos y melancólicos, hasta que esos ires y venires de la vida también nublaron sus ojos, hincharon sus pies y vencieron su corazón”, recuerda Iván Darío. Habían trascurrido seis años desde la muerte de doña Ofelia. La partida de los padres cambió radicalmente la vida de los hermanos. La familia se unió frente al dolor de la pérdida y entonces Rodrigo, el mayor, comprendió que debía asumir las responsabilidades inherentes al sostenimiento de los hermanos menores.
Aunque Rodrigo ha abandonado la universidad, los conocimientos adquiridos en los semestres cursados son suficientes para desarrollar una profesión en electrónica, gracias a la cual va a solventar como mejor puede las necesidades de la familia. Si Rodrigo no continúa con sus estudios universitarios, sus hermanos menores van a correr la misma suerte en el colegio. Al llegar a tercer grado de bachillerato, César Santiago abandona las aulas escolares. Lo espera el confuso espectáculo del mundo
con su cruel competencia laboral. ¿Trabajar? ¿Pero en dónde? ¿En qué? Lo que encontraba a la mano no era más que convertirse en aprendiz del oficio del hermano mayor. Así, su entra da en la adolescencia queda sellada por el distanciamiento de sus amigos del colegio, por la falta de perspectivas claras para el futuro, con las carencias propias de una economía familiar devastada, con el espectáculo de sus ilusiones hechas jirones, enfrentado a un mundo de necesidades materiales inmediatas insatisfechas, aplazando una y otra vez cualquier forma de diversión compartida, cualquier asomo de vida imaginativa. Atrás quedan las inquietudes sensibles de la creación
