Juan Manuel Roca
Un arte de vieja data, el teatro de títeres y de marionetas, que en el Japón tuvo su punto de partida en el siglo VIII, tenía como espacio teatral una simple caja que los titiriteros llevaban pendiendo, como un estrambótico collar, de sus cuellos. El cuerpo del titiritero era entonces parte del escenario, algo tan sencillo como el mismo hecho de existir: de alguna manera somos actores en el teatro ambulante del cuerpo, directores de la obra y protagonistas, escenografía y público y muchas veces consuetas de nosotros mismos, todo a la vez. Hay algo de dioses en el oficio de los titiriteros, en su tenue forma de insuflarle vida a la materia inerte. De Dios existir, debería ser el gran titiritero, el que maneja los hilos secretos del azar y del destino.
En su poema ajedrez, Borges señala desde otro ámbito, así sea el de ese juego solemne de los tableros, algo que tiene que ver de igual manera con los títeres del gran titiritero:
“Dios mueve al jugador y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
De polvo y tiempo y sueño y agonía?”
Igual podríamos preguntarnos desde la paráfrasis, que dios mueve al titiritero a mover sus muñecos. Ese lar, a mi entender, es un pequeño dios que por transgresor a veces lo confunden con demonio: el juego.
Leo Tres lustros a bordo del asombro, esta selección de obras para títeres del grupo La Libélula Dorada, y sé que el amanuense de esa deidad del juego, Iván Darío Álvarez, forma parte del tramado sutil de la creación donde los papeles protagónicos se invierten, y ya no puede decirse quién mueve a quién, donde empieza y termina el manejo de nuestros fantasmas.
Si el teatro es – como lo afirma Margot Berthold –“tan antiguo como la humanidad” y el juego es – como lo afirma Johan Huizinga – “más viejo que la cultura”, los títeres, que fusionan lo teatral y el juego como pocos estadios del arte, tienen una presencia orgánica que totaliza una visión del mundo: el teatro como juego. Más allá, si hacemos caja de resonancia a las palabras de Huizinga, que señala cómo el juego no sólo pertenece al hombre ya que los animales también juegan, nos encontramos en La Libélula Dorada con toda una zoología parlera, a la manera de Esopo, el esclavo que quiso corregir a Dios poniendo hablar a los animales. Nos encontramos con los titiriteros trazando el gran juego entre hombres y animales.
En el caso de La Libélula Dorada, el mejor y más creativo grupo de títeres que hay en Colombia, un país manejado por el marionetismo de la política y la ficción de sus leyes, su nombre ya evoca el carácter fabulador de su imaginario zoológico, desde un pequeño y raudo insecto. No sé qué tanto azar hay en el hecho de que la libélula sea conocida, más allá de cualquier taxonomía, como el “caballito del diablo”. Pero es ese caballito tocado sin duda por el diablo de la creación y del juego, una divisa para un grupo que posee su rapidez y sutileza, para crear el asombro de los niños. Con esto no me refiero sólo a los niños- niños, sino a todos los que tenemos el don del asombro. ¿Asombrarse no querrá decir quitarse sombras?
Los dos tercos, persistentes integrantes de La Libélula Dorada (César Álvarez e Iván Darío) llegan a sus quince años de trabajo continuado. Algunas huellas escritas de ese quehacer escénico, están acá, en este libro, que más allá de las puestas en escena permite el gozo de una lectura lúdica, cuyas estructuras dramáticas, son también un aporte al teatro colombiano, tan precario en su dramaturgia.
Desde la primera obra atrapada en las dos caras de este libro, El Dulce Encanto de la Isla Acracia, una historia de piratería, de unos corsarios ácratas que se truecan en titiriteros para narrar su propia historia, la propuesta es nueva. Y vigorosa.
El barco de los piratas y el biombo de los titiriteros se fusionan, se hacen yunta para crear un ascetismo de recursos, una escenografía propicia para la duplicidad de sus personajes. Hay en todo ello una presencia del humor ligado a una imaginería poética. Esa yunta de poesía y humor mueve a la risa desmitificadora pero afectuosa, como ocurre en torno a un pirata que de niño tenía dentro de su febril cabeza, veleros y gaviotas, y fuera de ella una gavilla de piojos. Lo que nos resulta más grato en la textualidad de obras como El Dulce encanto de la isla Acracia, es su ausencia de maniqueísmo, su antimoraleja. Se le da a la niñez, a su imaginación, una solvencia, una libertad que avasalla el orden de lo comprobable. El pragmatismo de la supuesta “realidad”, con las tablas de multiplicar y otras racionalidades incluidas.
Es esta una obra inocente pero no ingenua. En ella se formulan ideas sobre la libertad, no en vano la isla se llama Acracia y uno de sus piratas lleva el nombre libertario de Malatesta. Hay en todo esto un guiñar de guiñoles: una lectura para los niños adultos y otra para los niños- niños, sin que se excluyan por ello en el gran juego. Otro tanto hay que decir del lenguaje: es un habla cenital, corriente, pero no – como se ha enquistado en la literatura que se pregona para niños en Colombia – meliflua, sacarina.
Cuando aparece un diminutivo es por exigencia del texto, porque la palabra buscada debe tener ese carácter, ese acento, y no por la idea de minimizar sucesos y vocablos para allegarse al mundo “minimizado” del niño. Hay otromás en las piezas para títeres realizadas por La Libélula Dorada: Si tuviéramos que prescindir o tuviéramos imposibilidades para asistir a sus puestas en escena, la lectura misma de ellas resulta desplazando la idea de la dificultad de leer teatro.
La parábola lúdica, antisolemne de El Dulce encanto de la Isla Acracia es, frente a los grandes ademanes del adulto solemne, como la mosca en la nariz del orador. La obra termina con algo que rebasa la obviedad existente cuando en las obras infantiles se busca un tesoro. Más que el oro, encuentran desmembrada la palabra libertad. Que al recomponerla, - la libertad siempre ha sido nuestro verdadero rompecabezas – tiene en cada letra su origen libertario: L de luchar, A de amar, D de diversión y de dulzura, R de renacer, y así hasta formar la palabra libertad.
Otro asunto va con Los Espíritus Lúdicos. El itinerario de la obra se bifurca y se hace más complejo, por ser menos lineal que La Isla Acracia, y se centra en la diversidad que propicia el juego. Así se entrecruzan planos de nuestra realidad y del sueño, que son aprendidos por los niños (en este caso de los títeres Tato y Tito) y que oscilan entre el juego del Llanero Solitario y la simulación – hay que recordar que en los juegos toda simulación se vuelve realidad – de un carro de bomberos para apagar las llamas del Palacio de Justicia. Todo esto narrado, dramatizado sin demagogias ni truculencias. Viejos lúdicos, brujas y magos y otros avatares en el país del juego, culminan con la revuelta de los títeres que desenmascaran a los titiriteros.
Y otra vez nos ronda Huizinga. “La poesía es como el sueño de una doctrina” dice recordando a Francis Bacon. El sueño en este caso de Los Espíritus Lúdicos, es la fabulación. Y su doctrina es el juego. Todo ocurre como en el nonsense de Lewis Carroll: realidad y animismo, el mundo de los niños atrapados por La Libélula Dorada es una transgresión del mundo pasivo del adulto, del hombre maduro (los frutos maduros siempre están a punto de podrirse) y por supuesto, del hombre satisfecho.
“Los espejos”, - decía Jean Cocteau – harían bien en reflexionar un poco más antes de devolver las imágenes”. Los niños van más allá de los espejos. Por eso nos devuelven la realidad como lo hacen los cristales: ellos agregan al entorno un mundo que no vemos, y como verdaderos artistas, no se interesan en el trasunto naturalista. Amplían la realidad. La multiplican. De todo esto da cuenta Los Espíritus Lúdicos. Igual ocurre con Este chivo es puro cuento, la obra que cierra esta muestra, herencia de una historia fraguada en Chile y puesta en el imaginario de cualquier lugar, con entronques de sombras chinescas.
Hay en todo este libro una cantera de imaginación y de juego, ese par de sinónimos útiles para adultos qué aún pastoreamos sueños de niño, y que nos sirven de exorcismo: la ensoñación es proporcional al miedo que desaloja. Se trata de un libro indispensable para centrarnos en la luz, en medio de un tiempo oscuro. Si Henri Michaux decía haber escrito sus primeros textos “para su salud”, “por higiene” haciendo una paráfrasis de esto, este volumen parece escrito para nuestra salud, para nuestra higiene.
Prologo escrito para el libro Delirium Titerensis tres obras de la Libélula Dorada publicado en 1991 por Arango Editores como reconocimiento a sus tres lustros de labores.
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