Soñé que estaba haciendo un habitual paseo por el muñecomio, esto es, mi manicomio de muñecos. Y que yo, su titiritero, era su psiquiatra. Allí vi un abanico de títeres de todas las clases, técnicas y patologías propias de variopintos muñecos del mundo escénico. Había por ejemplo el caso clínico y deslumbrante de una sombra chinesca a la que le aterraba la luz, incluso hasta la más pequeña luminosidad de un fósforo. Ella, al encenderlo, enseguida se ponía a aullar desbordada e histérica. Estaba tan desorbitada y deprimida que resultaba imposible hacerla salir del fondo de su maleta. Verla me dejo eclipsado.
Vi en otro pasillo a una marioneta arrinconada con la mirada pérdida e indescriptiblemente enredada en su maraña de hilos, llenos de densos y apretados nudos ciegos como los que reflejaba en su espantoso rostro de terror en su descolorida alma.
Avancé en mi acostumbrado recorrido y observe un títere fantástico con dos cabezas que padecía de una enfermedad bipolar, cada cabeza actuaba por su lado en ese cuerpo indefenso, prisionero de dos psiquis opuestas como si fueran las prototípicas mascaras de la tragedia y la comedia griega.
Más adelante me encontré una muñeca payaso, articulado de boca, por completo muda y ensimismada. Ninguno de mis titiriteros auxiliares y terapeutas podía al calzársela, hacerla hablar. Era como si de su garganta de espuma y trapo, se le hubieran atorado para siempre la alegría de sus palabras.
A escasos metros había otro títere estático como congelado en el tiempo y confinado en un solo espacio, con un rostro pavoroso anclado en su terrible y pétrea máscara. El pobre sufría de un irremediable pánico escénico y un miedo desconcertante de volver a ser manipulado.
También hallé una títere promiscua y ninfómana. Era una clásica muñeca de guante, que estaba por supuesto placida y feliz viendo como todos los titiriteros le metían mano, ojala a toda hora, en un ensayo, en una función, en un calentamiento. Enseguida al verme mirándola fijantemente trato de seducirme y me dijo con cara de perversa coqueta e insaciable, qué yo tenía unas manos muy suaves.
Sentí luego un profundo horror al tropezarme con el cadáver fétido de una marioneta calavera, casi muerta de verdad y habitada por un autentico gusano cual comején nauseabundo. Literalmente ese muñeco cuya alma lo tenía abandonado, había sacado la mano.
Otro muñeco enorme con complejo de humanote tenía la cabeza hinchada de tanto darse con desespero contra el muro de nuestro singular asilo, y por ello, todos los internados títeres del alucinado muñecomio decían que era un títere cabezón, además éste, se reía frenético a toda hora con una risa de carnaval.
Una títere insomne permanecía despierta porque sufría de la manía de querer dormir en las manos de su dueño el titiritero. Otro claustrofóbico al terminar una función sufría cada vez que veía abrirse una maleta. Otro en cambio con cara de enfermo sexual se ponía feliz de verlas llegar para poder hacer deliciosas orgías.
Había otra vieja títere con cara de desahuciada senil, que decía que estaba loca porque tan pronto la manipulaban en su teatrino, de inmediato oía voces.
La galería delirante del muñecomio era como hacer un viaje interminable al infierno. Un muñeco que se creía artista pero que en realidad era autista, ya no quería dialogar con nadie y estaba metido profundamente en su ininterrumpido monologo interior.
Lo que más me dejo asombrado fue ver a una sombra turca por completo poseída y creyendo que era una sombra china.
No más perplejo me dejo contemplar otro títere que era un eyaculador precoz, tan precoz, que una vez veía la mano desnuda de no importaba que titiritera, enseguida se iba.
Me conmovió tratar con un títere huérfano y con complejo de Edipo. El pobre no podía soportar que su madre, una radical títere feminista, lo hubiese abandonado por irse a trabajar a otra compañía, cuando en un festival de títeres europeo conoció a una marioneta alemana, que su único atractivo en un show de variedades era alzar pesas.
Y qué decir de ese títere solitario, que estaba en absoluto convencido que su titiritero era su amigo imaginario.
Había marionetas tan locas que otros titiriteros psiquiatras diagnosticaban que habían perdido el hilo y por eso ya no se podía esperar que volvieran a tener una actuación pública con diálogos hilarantes.
El colmo fue encontrar títeres tan obsesivamente manipuladores profesionales, que hasta incluso se creían iguales a sus amos, es decir, titiriteros.
Lo más absurdo fue intentar darle la mano a un muñeco manco que se obstinaba en querer ser un títere de mano prestada.
En el hospital de los muñecos, en plena sala de urgencias, había una tropa de marionetas suicidas que en una acto de aguda desesperación al verse manipuladas, se habían cortado todas los hilos.
Al rato hable con una títere lesbiana con una sola idea fija en su dura cabeza de papier mache, y era escaparse cuando tuviese la oportunidad, y ver detrás de un teatrino, para poder ver las manos, o más exactamente las muñecas, de las titiriteras de otros grupos. De ese mismo género, que ya no podemos calificar según nuestra ciencia titiritera de extraviado, había una marioneta bien pasada de loca y con tanto orgullo gay, que afirmaba a voz varonil en cuello, que ella no era una marioneta sino una mariconeta. Igual de abrumador fue observar ese títere con aspecto más bien de objeto que con mirada perturbada le decía a un titiritero que más bien lo convirtiera en su objeto sexual.
Me impresiono aún más, el caso patético de un títere japonés llamado Bunraku, el cual aseguraba que tenía el yo dividido, porque hacía muchos años que lo manipulaban entre tres titiriteros nipones y eso lo tenía muy desorientado.
El muñecomio no parecía agotarse en sus variadas formas de des esquició muñequil. No había nada más que volverse a topar a aquella marioneta de madera con complejo de pinocho, que continuamente se la pasaba diciendo toda clase de inverosímiles mentiras, pero con el objetivo lujurioso de que le creciera más bien otra cosa. Por eso no hacía más que llorar y con voz de niño de madera noble, me llamaba con ternura, Gepeto.
Me sorprendió una marioneta enana que con aire elevado de superioridad, me decía que tenía el complejo de Peter Pan, porque nació convencida de no querer crecer jamás.
Y como no hablar de ese ego inflamado de aquel títere narciso y en sumo exhibicionista, que odiaba los biombos y que a gritos pedía, que siempre lo manipularan a la vista. O ese otro títere alcohólico de botella siempre en mano, totalmente embebido en sí mismo. O el cura homicida que no dejaba títere con cabeza y que por ello lo apodan San Guillotin.
Pero la marioneta más masoquista era aquella sacrificada marioneta mesiánica, que se creía Cristo y que por eso, después de arrastrarla se hizo crucificar en su propia cruceta, nada menos y nada más que por un malacaroso y sádico titiritero romano.
El que más miedo me causo fue un títere ruso que arengaba ser nihilista y que proclamaba que nosotros los titiriteros éramos tiranos y que por eso, su mayor sueño como títere era ser titiriranicida.
O ese otro títere feroz y peligroso que tan gustoso se hacía llamar anarquista y que por el contrario, no le gusta que lo tachen de loco, cuando alega, que los locos somos nosotros sus manipuladores, que los condenamos al sumiso destino de ser dependientes y que por eso no quiere que lo manejemos jamás. Y cuando lo obligamos, entonces actúa de la mala gana y se maneja mal. La única vez que lo vi contento, fue cuando actuó por última vez con el grupo de teatro de muñecos La Libélula Dorada, en su clásica obra “La rebelión de los títeres.”
Igual hay en este muñecomio de Satán, un títere tan soberano soberbio y mandón, que como psiquiatra titiritero no he tenido más remedio que hacerle creer que él es un rey.
Al fin y al cabo sé muy bien como psiquiatra y también como titiritero, que no hay que dejarse manipular, la vida en este muñecomio es a toda luz, un abuso de la imaginación, y aquí el inconsciente hace rato cree que somos sus títeres
Iván Darío Álvarez
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