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Resistir, insistir y convencer - Insistir

Resistir, insistir y convencer

(Obstinaciones insumisas a favor de una pedagogía de la imaginación)

Iván Darío Álvarez

Fragmento del artículo completo publicado en la revista Teatros, Número 24, Marzo/Mayo 2019


"[…] La cultura y el Estado – no nos engañemos sobre esto – son rivales: el “Estado de cultura” no pasa de ser una idea moderna. Lo uno vive de lo otro, lo uno prospera a costa de lo otro. Todas las épocas grandes de la cultura son épocas de decadencia política: lo que es grande en el sentido de la cultura ha sido apolítico, incluso anti –político."

Friedrich Nietzsche.


El hecho de que alguien asista a una sala de teatro, no representa una garantía de que vuelva. Sus deseos de retornar pueden ser evanescentes, vaporosos, efímeros.


No sucede de manera inequívoca que la experiencia de ir a teatro resulte inolvidable. Ir al teatro es una aventura incierta. Hay obras tediosas y sublimes. Tampoco podemos olvidar que cada vez hay más artistas, pero menos arte.


Una de las grandes batallas del teatro actual es hacer entender a los espectadores que no siempre van a divertirse. La puesta en escena puede significarle mucho más, comprometerlo a pensar distinto o salir estremecido hasta los tuétanos.



El grupo de trabajo del teatro libélula dorada en la década de los 90's
El grupo de trabajo del teatro libélula dorada en la década de los 90's

El teatro serio y riguroso no es un espacio banal e insípido, que solo se visita para ir a idolatrar a los actores, como es habitual en el mundo cada vez más frívolo de la farándula que, con el perfume embrujador, exaltan hasta el cansancio los medios de información y deformación, para favorecer una exterioridad espectacular desprovista de alma. No es un centro multiplex que expone como en una pasarela modas cursis y divas lindas, una pintoresca cultura vacía que adormece y aletarga la conciencia.


Es obvio que existen formas de teatros que privilegian más el reparto con actores de bonita apariencia, sacrificando con ello contenidos con alto rango estético, esto es, exigentes tanto para los actores como para su público. Ese tipo de espectáculos facilistas, vedettistas y taquilleros, fagocitan un público crédulo, pobre de conocimientos, y sin ganas de hacerse preguntas inquietantes.


El teatro poético lucha a contratiempo por no ser desplazado a los márgenes, para pasar a ser instituido en espacio precario, o solo para minorías presuntamente iluminadas. Combate con obras originales por ser centro y tribuna de atención, en donde se ponen en cuestión los grandes dilemas de la humanidad, a los que no debiera sustraerse la mayoría.


Su batalla ardua y compleja por hacerse escuchar es a todas luces desesperada, porque si algo se ubica en el corazón de la crisis del hombre es la máxima atención que hace mucho reclama la cultura. El arte como voz sensible es el enfermo terminal, que hoy más que nunca en un planeta herido de muerte, requiere de cuidados intensivos y especiales. Aunque todo apunte a señalar que ni al hombre común ni a ningún estado, sean del color que sean, pareciera de verdad importarles potenciar e inventar un elixir cultural, como remedio generalizado, para intentar salir del advenimiento apocalíptico de la barbarie que, a pasos acelerados, se nos avecina.


Los políticos corruptos y populistas disfrazados de mesías, si de algo carecen son de amor profundo por la cultura. No dan ejemplo vital de humanismo y sensibilidad alguna. Jamás se asoman con generosidad y desinterés a nuestras salas, al menos a escuchar qué late en el corazón de los creadores del teatro.


Ellos, más bien, son aves de mal agüero que presagian lo más infame, espantoso y oscuro de nuestro país. No tienen grandeza ética, ni voluntad política, ni vocación de servicio social, ni ansias de posibilitar un cambio sustancial de las estructuras culturales.



Es crudo y amargo decirlo, pero vivimos bajo el reinado de la cultura basura, la cultura del ruido, la cultura de la apatía y la distopía, la cultura dominante, la cultura oficial, la cultura mafiosa, la cultura asfixiante.


Ningún empresario de esos cristianos y filantrópicos que aúllan por las buenas maneras, se atreve a invertir en la cultura, si algún experto de marketing no les asegura que van tras un gran negocio. El gran dinero crece, se esfuma por arte de mafia, y luego contento y orondo, se fuga a los paraísos fiscales. Y el Estado neoliberal, si de algo quisiera desembarazarse con urgencia, es de los costos que implican el arte y la cultura, de ahí su afán de publicitar el desarrollo sostenible de las industrias culturales, que generan riqueza y empleo, pero nada de pensamiento.


En definitiva ellos quieren el auge del negocio, nosotros el fortalecimiento del derecho al ocio.


La misión de ellos es hacernos la vida imposible, continuar con sus lógicas atrasadas y sus conservadoras formas de dominio, que con la máquina aceitada del capital-estado trituran y muelen a la gente. La nuestra: permanecer soñando con el máximo de libertad contra la incertidumbre, aunque “el poder siempre sabe con claridad y nosotros de una manera confusa”[1].

[1] Guy Debord. La sociedad del espectáculo.



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