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Trashumancia titiritera: una poética del viaje

“Quién viaja es siempre un callejeador, un extranjero, un huésped; duerme en habitaciones que antes y después de él albergarán a desconocidos, no posee la almohada en la que apoya la cabeza ni el techo que le resguarda. Y así comprende que nunca se puede poseer verdaderamente una casa, un espacio recortado en el infinito del universo; sino tan solo detenerse en ella, por una noche o durante toda la vida, con respeto y gratitud.
No por azar el viaje es ante todo un regreso y nos enseña a habitar más libre y poéticamente nuestra casa”

Claudio Magris





La vida es elegir un destino, emprender un único viaje por el camino de la existencia. En sus albores alguien deseó ese camino para nosotros, pero, una vez puestos en él, tuvimos que crecer y andarlo por misteriosas curvas del travieso azar. Los dados y la brújula lúcida señalaron que nosotros fuéramos titiriteros.


Desde tiempos inmemoriales el hacedor de títeres siempre fue un juglar trashumante, un vagamundo, un extranjero, un gitano, un habitante pasajero del mundo, un peregrino de siete suelas que va transitando por los caminos polvorientos y pedregosos, bajo la lluvia incesante o las caricias del sol.

Una vez dormitando en lejanos y escondidos parajes como perfectos mendigos y otras, como exquisitos reyes.


Ese ha sido nuestro trasegar, nuestra continua vida de nómadas.


Nuestros antecesores viajaban a pie o en carromatos jalados por caballos. En otros tiempos lo hicieron en trenes o en autos. Y ahora muchos lo hacemos en grandes aviones. Cruzamos mares, montañas o desiertos. Al hacerlo, escribimos en la piel de otros, con nuestras historias sembramos el recuerdo de fugitivos pasos. Y por el mapamundi de los sueños, saludamos la noche desde distintos hemisferios y latitudes, contagiados por el brillo inconfundible de incontables estrellas.


En ese trasegar sin descanso nos tratamos de acomodar a otras comidas, bebidas o culturas. Lo más hermoso es que siempre hay alguien que nos espera, o que nos despide con alegría. Sabemos que no podemos permanecer inmóviles porque amamos las metas que nos dictan las rutas imprevisibles de la imaginación.


En el curso de este año 2018 viajamos por partida doble, primero a la Argentina y luego a México. Viajamos de un extremo a otro, así como lo hacemos a pequeña escala por nuestra ciudad, de norte a sur, del centro a la periferia, o a lo ancho y largo de nuestra diversa geografía.


Nuestra misión festiva es seducir, en lo posible cautivar, sembrar semillas de pensamientos e ilusiones. Sobre todo multiplicar el paisaje de la risa, hasta hacerlo visible en nuestro planeta herido y enfermo. Sí, ese diminuto globo del universo, tantas veces envenenado por la competencia despiadada y el falso culto al progreso desmedido, con el que delira el becerro de oro y el fatídico Leviatán, que cancerosamente lo administra e hipoteca.


Pero a pesar de ello, en nuestro viaje siempre encontramos pequeñas cofradías de soñadores, de trompetistas insobornables de la ilusión. Gentes esperanzadas que siguen creyendo en el arte y las utopías. Por fortuna, en cada rincón de nuestro planeta aún azul, hay seres extraordinarios intentando desatar el nudo de lo imposible.



Gracias a ese coro, celebramos este oficio y la belleza sublime de nuestro dichoso viaje como titiriteros. Y ante todo aplaudimos nuestra hermandad de juglares que vuelan sobre La Libélula Dorada, que no es como la fraternidad de Caín y Abel, porque bien sabemos que terminó en tragedia.


No, definitivamente no. Lo nuestro es más poderoso, es mucho más vital. Y vive para que la risa se convierta en carnaval.

Compartir ese viaje y esa hermosa experiencia, es lo hoy nos tiene aquí. Y sobre todo, lo que nos mueve y nos motiva a continuar.


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