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Vuelo de titiritero

Marcela Giraldo


Se dedica a recrear el imaginario poético de niños y adultos y a ser un profesional de la ilusión, cuya fuente de inspiración se nutre del vuelo asimétrico de las libélulas, esas mariposas de alas transparentes con la originalidad de las metamorfosis por nacer en el agua y vivir en el aire.

Iván Dario Álvarez. Foto de Carlos Duque

Su opción vital es la de ser feliz y la realiza siendo titiritero, porque Iván Darío Álvarez, al igual que aquellos insectos milenarios que incluso sobrevivieron a los dinosaurios, ha atravesado por muchas transformaciones.


Después de andar países, ensayar oficios y abrirse a distintas culturas, descubrió hace quince años que, sin duda, lo suyo son los títeres. Y los eligió – a diferencia del teatro – porque es un ser silencioso, callado y tímido, pero también rebelde e irreverente, dotado de gran fuerza expresiva.


“Le he tenido miedo al teatro, mientras que en los títeres he encontrado mi lugar, por poder actuar tras bambalinas. Tienen algo de misterioso y de simbólico. Es como reinventar la vida. A partir de esa metafísica de los muñecos se crea un lenguaje imaginario sobre los más profundos y recónditos sueños. Es un mundo diferente”.


Su infancia transcurrió en Medellín, Bogotá y Puerto Boyacá, en el Magdalena medio, siguiendo los pasos de su padre, un contador de Bavaria y de la Texas Petroleum Company. Su vida de familia se vio truncada a los 9 años, cuando quedó huérfano de madre. Para entonces, su papá ya no vivía con ellos y por eso las riendas de la familia las tomo su hermano mayor, Rodrigo, quién sacó adelante a sus cinco hermanos.


Enfrentó experiencias difíciles y hasta tormentosas, como su adopción por parte de una familia extranjera y adinerada, dueños de los primeros cultivos de flores. Pero sus pilatunas e inconformismo lo devolvieron a su familia original. Si hubiera sido un niño dócil y formal, sería hoy en día, el hijo de un magnate suizo.

De pequeño se la pasaba cosechando sueños salidos de las novelas fantásticas de Julio Verne, Alejandro Dumas, Emilio Salgari, Mark Twain, Charles Dickens y Arthur Conan Doyle, cuando era aprendiz en el taller de reparaciones eléctricas de su hermano Rodrigo.

Creció en medio de penurias económicas, pero también con las ventajas que proporciona la vida de barriada, con cierta influencia rural en el Fontibón de los sesenta, cuando brincaba cercas y jugaba fútbol en los potreros de las grandes lecherías. Cundía la fiebre por el rey Pelé, Gerson y Tostao.


A raíz de lo que se recuerda como “nocivo” Estatuto Docente y la consecuente politización del profesorado, participo en las protestas estudiantiles y, también del movimiento hippie, con los amantes de los Beatles y los Rolling Stones. César, su hermano, fue uno de los primeros organizadores de los conciertos de rock en Fontibón con grupos como Terrón de sueños, Caja de Pandorá y Columna de Fuego.


La influencia de su hermano y actual compañero de trabajo, César Santiago Álvarez, lo introdujo en el mundo de los existencialistas ateos y leyó a Sartre, Dostiesvki y Bertrand Russel.


“Mi hermano César tenía un puesto de artesanías cerca a la plaza. Exhibía unos afiches de Brigitte Bardot desnuda. Desde el pulpito el párroco alertaba sobre los “grupos de pecado que pervertían a la juventud”. La mala propaganda se convertía en publicidad”. Si bien sentía cierto atractivo hacia las ideas de Marx, tenía sus distancias. Entro en crisis y buscó otros horizontes. Entonces se presentó como candidato al Circo español de los Muchachos.


“Al ver el espectáculo, me atrajo esa especie de libertad que se veía en esos jóvenes mechudos, desparpajados, que iban por el mundo como un comunidad flotante. Pensé que era la oportunidad de vivir lo que había en el libro Dos años de vacaciones de Julio Verne”.

Se fue tras ese sueño. Ingreso al grupo de Benposta, en Tocancipá, al norte de Bogotá.

Abandonó sus estudios y, también, a Cielo, su primer amor. Pero, en vez de encontrar una vida comunitaria de participación democrática, se estrelló con un mundo autoritario y tradicional. Por sus denuncias lo consideraron como “un desadaptado”. Sin embargo, logró que lo seleccionaran para emprender lo que llaman La Gran Aventura.


Con Benposta se fue a España. Como prueba lo enviaron tres meses al Monasterio San Pedro de Rocas, en Orense, capital de Galicia. La vida monacal no le gustó. De esa época, sin embargo recuerda con emoción las caminatas por las aldeas de estilo medieval, donde sólo se escuchaba el “murmullo del viento acompañado por el campaneo de los bueyes”. Quizá, su pinta actual, parecida a la de un austero monje, le viene de esa época.


De nuevo entró en crisis. Se enfrentó a dos filosofías distintas, resultado de sus estudios sobre los ateos existencialistas hechos en Fontibón y el de los místicos, como Gandhi y Enmanuel Mounier – mientras leía a escondidas a Nietzsche y a Camilo Torres Restrepo -, en el monasterio. “Ese conflicto lo viví en soledad, hasta que se agudizó de tal forma, que tuve que renunciar a mis ideales de pasar con éxito la prueba de La Gran Aventura”.


Se dirigió a Vigo, en Galicia, donde había una comunidad de “disidentes de Benposta”. Leyó al sicoanalista alemán, Wilhem Reich y al pedagogo Inglés, A. S. Neill (de la escuela de Summerhill). Pero eso tampoco era lo suyo. Pasó por Bruselas (Bélgica) y Tubïngen (Alemania), hasta que finalmente regresó a Colombia.


Nunca pudo terminar la secundaria. Ingreso a la Escuela de Títeres de Colcultura, donde funcionaba el Centro Latino de la Cultura (El Signo Latino, El acto Latino, El Son Latino y El Muro Latino), en el Parque Nacional. Se dedicó a los títeres que producían en él un llamado hechizador en cuanto a recuperar su infancia.


Así funda con su hermano César, el grupo de títeres La Libélula Dorada. “El nombre lo escogimos por el significado libertario del vuelo que hacen las libélulas contra toda lógica: se desplazan de arriba hacia abajo y se detienen en pleno vuelo… ¡Ah!, y hacen el amor en el aire. Lo de Dorada, porque es un símbolo de esplendor para los indígenas, distinto al de la codicia de los conquistadores”.


El grupo, que celebra en este mes sus quince años, ha pasado por tres etapas: una, de formación; otra, de creación dramatúrgica; y la actual, de crecimiento y consolidación como estructura cultural, para desarrollar en los niños el amor por las artes.


Los héroes que vencieron todo menos el miedo, Las escobitas, La niña y el sapito, El dulce encanto de la isla acracia, Sinfonías inconclusas para desamordazar el silencio, Los espíritus lúdicos y Ese chivo es puro cuento, son algunas de las obras.


Se han presentado en el TPB, La Mama, el Teatro Taller de Colombia, el Auditorio León de Greiff, el Festival de Teatro de Manizales, el Festival Mundial de Títeres de Charleville (Francia) el Festival Latinoamericano de muñecos de Sao Louis (Brasil), así como giras por Frankfurt, Estocolmo, París, Madrid y Barcelona.


Para Iván Darío, su teatrino es la oportunidad de “entrar en contacto con niños y adultos y de ser un aliado en la fantasía. Hacia el futuro tenemos la esperanza de fortalecer y promover nuevos espacios culturales”.


El éxito, para él, es “luchar por lo imposible. Más que conquistar éxito y poder a través del arte, busco sentimientos de expresión sublime. Parafraseando al escritor contemporáneo, rumano, E. m.Cioran: el éxito no es más que un malentendido”.


Texto tomado del periódico El Espectador. Domingo, 18 de agosto de 1991.

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