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Confesiones dramáticas de un titiritero

Quizás pueda ser grato para un titiritero sentir que su oficio es uno de los más bellos del

mundo, más aún cuando se ha llegado a la convicción a través del viaje por la experiencia,

que los títeres son la poesía, sin que esto signifique que todo titiritero sea un buen poeta.


Sin embargo, encarnar la belleza de esta pasión que aspira a poder vislumbrar los

misterios de tan extrañas, grandes y pequeñas criaturas, es de alguna manera traicionar

esa voz secreta, deseando permanecer en lo indecible, que sin duda alguna obtiene su

más luminosa recompensa en la sonrisa cómplice de los niños, a quienes aún la razón

pétrea y adulta no ha prohibido perseguir en la oscuridad del tiempo el rumbo inesperado

de los sueños, que como pájaros aventureros sólo hacen su peregrina morada en el

inconsciente.


Debo pues confesar con las razones propias de la imaginación y el conocimiento poético,

los pensamientos de este arte mágico, que como todo lo maravilloso nutre de vida a los

títeres y a los niños. En primer lugar, es cosa sabida para quienes desean desatar y

provocar la imaginación infantil, la difícil tarea que se asume, porque aunque cada vez

disfrutamos de mayores conocimientos psicológicos y enriquecedoras experiencias

pedagógicas que traducen con sobrados argumentos la compleja armonía del espíritu

infantil- ese universo delimitado por leyes propias- éstos siguen siendo todavía ignorados

por la mayoría de los adultos, atrapados por una cultura que aún no logra crear a través

de la educación, un mejor ejercicio de la convivencia creativa que reconcilie por fin el

conocimiento y la libertad, e impida así que lo absurdo sea el corazón trágico de la vida.


Es esperanzador, saber que el arte, día a día, puede ir ocupando un lugar privilegiado en la

vida cotidiana de los niños como motor que impulsa con aliento profundo el desarrollo de

la imaginación. Es por fortuna en ese espacio donde reinan las posibilidades de lo diverso,

donde los títeres surgen con su fuerza milenaria, como símbolos legendarios de la

creatividad del hombre.


Esto es doblemente importante en un país como Colombia, donde el títere es poco

conocido por no haber gozado de una amplia tradición y dónde muy a pesar nuestro, al

teatro de muñecos se le considera como una miniatura del teatro de actores, que como

género menor no puede aspirar a ser más que una pasajera niñada, relegada a los

pequeños- hermanos gemelos de los títeres- a quienes fácilmente se entretiene o

manipula porque son sinónimos de tontos. Obviamente esta opinión se ve fortalecida y la

inferioridad del muñeco agigantada cuando quienes apabullados por la generalidad o

inspirados en la conformidad- esa tosca señora equivalente de la mediocridad- no

enaltecen el ser titiritero para demostrar con dignidad que una obra de excelente calidad es de por si interesante, no sólo porque sea para niños, sino también porque gusta y

sorprende a los mayores, quienes una vea vez desnudados por la verdad, aceptan con

vigor este arte, ocupando en su conciencia el viejo lugar de aquellos prejuicios anclados en

la ignorancia y la tristemente célebre cultura adulta.


Es bueno anotar que una de las grandes dificultades en el desarrollo del teatro infantil, es

la falta de información, el provincialismo y la poca reflexión en el medio, sumada a la

torpe elaboración como denominador común de montajes mal llamados profesionales.

No obstante más allá de esta lucha por el reconocimiento y el crecer, más basados en la

calidad que en la cantidad, el valor de los títeres sigue estando en el ser símbolos

mediante los cuales puede colorearse y esculpirse el inconsciente. Comunicar con

símbolos no es menos importante que comunicar con palabras y es a través del títere

como el niño empieza a vivir una experiencia de lo humano.


Un titiritero sabe que el niño tiene un alma poética porque es un ser creador por

excelencia. Lo que para el adulto es normal, para el niño es extraordinario o viceversa. No

es pues extraño ver que su lenguaje es imaginativo, esto es, pleno de imágenes y cuando

el títere asume la forma visible de estás puede llegar a translucir sus sentimientos y

pensamientos más íntimos.


César Santiago e Iván Darío Álvarez. Foto de Carlos Duque

El niño ve antes que oye. Este axioma pondría de relieve la importancia del drama porque

es a través de la imagen como él se va aproximando al universo de las palabras o a la

totalidad que pueden llegar a encarnar sus experiencias y sus diversos personajes. Un

drama importa al niño y lo recrea cuando exterioriza su experiencia interior con placer al

ver que él y la vida fluyen como en realidad le gustan, es decir, de forma clara, sencilla y

concreta.


Sin estos ingredientes será muy difícil pretender que una obra lo logre interesar (así sea el

montaje más edificante y bello), si este expresa sus emociones e imágenes sólo de una

manera abstracta, es preciso entonces que intervengan otros elementos. ¿Cuáles son?

Nos preguntamos. Me arriesgo a decir que la narración poética despojada de metáforas

recargadas, caracterizadas por un idioma denso y florido, falsamente fantástico y

seductor. Es preferible la imagen acompañada de pocas o simples expresiones que no

obstruyan la acción y que en ningún momento deben confundirse con la banalidad y la

pobreza literaria, ya que lo bello y lo simple no necesariamente se excluyen.


Es esa calidad imaginativa la que pondría de relieve y afirmaría el máximo interés del

niño. Nadie como él elude todo aquello que no tenga nada que ver con su especial mundo

interior, porque su principal motivador es el reflejo de su emoción personificada, que se proyecta como certera saeta al exterior, gracias a la identificación palpitante con los

personajes más relevantes del drama.


Es de admirar un autor cuando no permite gracias a sus cualidades técnicas e imaginativas

o a una cierta economía del lenguaje, el que el espectador no se pierda en los detalles, sin

dejar lugar a dudas y confusiones en el desarrollo de los acontecimientos escénicos,

comunicando a cabalidad la transparencia y el carácter de los personajes exentos de una

exagerada ambigüedad, evitando de paso que se pierda la comprensión global de lo

narrado. Quien esto entiende sabe que la obra tiene que estar tejida con el ritmo interno

y el saltarín manejo del tiempo en el niño, tan propenso a lo disperso.


En ese sentido, la brevedad y la síntesis argumental son requisitos indispensables en la

búsqueda de una intercomunicación activa con el público infantil, en la ineludible tarea de

alcanzar la tan deseada virtud del texto, que debe, no sólo ser agradable para ver, sino

también para leer. No sobra añadir que ese tono, color e intensidad, debe surgir sin

anteriormente proponérselo. El arte no es una formula, pero si algún título noble

debemos dar al dramaturgo para títeres y niños es el de maestro de la emoción o

pedagogo de la imaginación.


Seres así, transmiten con deslumbrante claridad, que es el teatro quien ha de ajustarse al

niño y no el niño al teatro, desconociendo con tal actitud los grandes aportes que la

psicología ha hecho en torno a la evolución psíquica del niño. En este conocimiento del

espectador muchos factores entran en juego.


Si en el teatro para adultos, los autores no tienen por qué preocuparse de la edad, en este

sí aparece como un problema capital y sería un grave error de oficio, el tratar de evadirlo

ya que el conocimiento del niño no es más que el puente que permitirá hacer más

accesible la obra a este singular público.


Esto no indica que aunque existen diferentes clases de intereses en el transcurso de la

infancia, se deba llegar a la conclusión de que esas clasificaciones resulten uniformadoras

y perniciosas porque aun existiendo intereses comunes también convive en los niños un

grado de experiencia individual intransferible. Obviamente esto hará que no todo

espectador responda de forma similar, ósea uno igual al otro, pero tampoco descarta que

aceptemos gracias al conocimiento, lo previsible.


La argumentación anterior deja entrever que un buen teatro infantil es de por sí exigente,

no sólo para el adulto que lo produce, sino además con el niño, al transportarlo a mundos

que le invitan a hacer un mayor esfuerzo mental,, ampliando con ello su horizonte

imaginativo y matizando su espíritu de una cada vez más alta sensibilidad. Aun así, la

mayor dificultad para escribir dramas para niños, reside en crear un justo equilibrio – ideal no siempre fácil de establecer- logrando con ello ni subvalorar ni sobrevalorar sus reales

posibilidades de entendimiento. En otras palabras: el infantilismo pedagógico puede

hacernos creer que el niño es bobo, o en el otro extremo, pecar por exceso, confiando por

capricho en una suerte de innata genialidad cognitiva. Sin con ello querer definir del todo

el problema, una posible combinación estaría en saber mezclar y provocar en el niño, el

goce y la emoción, junto con el esfuerzo y la dificultad en la comprensión. El resultado

deseable en este caso sería que el pequeño aunque no logre absorber la totalidad,

permita de todas maneras que esta sea tan atractiva, que engendre suficiente atención

como para despertar un vivo interés y una exquisita curiosidad, objetivos nada

desdeñables cuando lo que se pretende es el desarrollo de la imaginación infantil y su

consecuente evolución mental.


Sólo me resta decir que aunque para los sedientos de novedad esto sea dramaturgia

tradicional, en el teatro infantil sobrevivirá la necesidad de la anécdota. La sorpresa, la

aventura y el misterio perdurarán como ingredientes sagrados de la buena cocina

dramática. El niño desplegará por siempre- tanto en sus juegos, como en sus fantasías- las

alas vigorosas de la acción, rindiéndole con ello un supremo culto al heroísmo.


Podrá sonar también a romanticismo o estancamiento reivindicar “el final feliz”, pero este

seguirá siendo nada menos que ese triunfo de la imaginación contra ese tipo de realidad

presente que se confunde con la barbarie. Es la consagración poética de la utopía, ese

espíritu inconsciente primitivo en infantil, como sustancia recóndita de la que se nutren

todos los sueños. Además el niño siempre prefiere la felicidad, la desea y la busca, porque

no podemos olvidar que el niño nace optimista pero es la sociedad la que lo corrompe.


El principio del placer debe en últimas inspirar todo buen drama infantil. Por fortuna, el

espíritu gozón del niño está más allá de la monotonía y el aburrimiento o la intención

dulzona, agria, o realista y moralizante del adulto. Para el niño una buena pieza es como

una fiesta y para conocer el caos- la música de la algarabía- basta que hagas una frágil

obra. Sólo quien conoce al niño y su particular sentido del goce estético, está destinado

por las musas libertarias a ser aliado de sus sueños.


Debo concluir con esto, que no poseo más confesiones dramáticas. Me queda decir en

honor a la felicidad, ese cálido y delicioso vino, porque el ser titiritero me obliga a insistir

en estos tiempos malditos que ahora vive el país, que así como las armas son un mortal

juguete al servicio de la guerra, la dominación y la estupidez, el títere es un juguete al

servicio de la imaginación. Por eso cuando el niño escoge en el drama de la vida un títere,

es todavía posible pensar en el futuro de la paz, si es que ésta, algún día, logra golpearnos

con sus tiernos y conflictivos martillos de algodón.


César Santiago e Iván Darío Álvarez en la obra "Ese chivo es puro cuento"

Iván Darío Álvarez

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